Sunday, April 15, 2007

Manchas de Café


Ayer me perdí caminando un rato por TriBeCa, que es como el SoHo, distinto pero con esa capacidad de evocar. Fue como una pequeña aventura porque me alejé la misma distancia de siempre, sólo que del otro lado de Hudson Street. TriBeCa es como Puerto Madero, con sus grandes docks de ladrillos, enormes edificios que se suceden uno a otros. Caminar por una vereda ancha, del otro lado de la calle, muchos restaurantes. Varios ya han sacado sus mesas a la calle acompañando los primeros calorcitos. Algunos personajes andan en remera, skaters en la calle, las madres con sus niños en una plaza eventual, que aparece mientras los edificios cambian de colores y de ventanas. Todos con esa apariencia de la Era Industrial, ahora devenidos en lugares modernos con mesas generosas y clientes que se prestan a grandes charlas.

El invierno es un General orgulloso, se bate en retirada pero haciéndose notar: mientras escribo, cae la mayor nevada del año.

Martín me dijo que hago que Nueva York parezca linda. ¿La imagino mejor o es simplemente que no la conozco? O todavía me sorprende. O ella se sorprende al verme a mí, un Latino en Nueva York, caminando su soledad por ahí.

En la calle, la nueva campaña de Starbucks, juega con las manchas que dejan las tazas de café en los manteles de papel. Suena pretenciosa: sus vasos descartables no tienen la magia de un pocillo manchado de El Británico en Parque Lezama. El café de Starbucks tampoco es tan rico. Además, cuando pedís un expresso te preguntan cuántos shots. Los americanos tienen la particularidad de cuantificar todo. Y en ese proceso, eliminan al placer. En vez de soñar con un rico café, lo miden en shots. No te comés un riquísimo y enorme bife, te ofrecen un Rib Eye Boneless de 12 onzas. Nunca me pasó preguntarme cuántos shots de expreso quiero en mi taza… Ni pensar en cuánto pesa un bife en un restaurante. Este extraño ejercicio, me ha quitado las ganas de comer carne. Nunca comí un Havanette mirando la tabla nutricional, y son ricos.

Vuelvo a la caminata, perderme por unos minutos que parecen horas, buscando eliminar a los malos espíritus, como si a cada paso fuera a dejar una parte de mí. La necesidad de desahogar tanta presión.

El lugar parece Puerto Madero pero con un aire a la Calle Corrientes. Acá hay más Starbucks que esquinas, pero siempre aparece una cafetera italiana generosa. Faltan aquellas servilletas de papel, blancas con las líneas en azul. Aquellas que acompañaron charlas de horas, también en pausa, cuando el tiempo era un espectador más. Servilletas que servían de pizarrón para delinear futuros proyectos, o pantallas para proyectar los sueños. Pequeños depositarios de una frase célebre, que nunca nadie llegará a conocer. El mejor papel para un dibujo espontáneo, portadora perfecta de unas palabras de amor o de sutil complicidad. La misma servilleta que alguien guarda en su bolsillo, y se abre después de mucho tiempo, transportándote a esa calle Corrientes. El humo de una pipa se funde con los cigarrillos de las mesas largas en historias, cortas en espacio, pero con lugar para soñar.

La última vez que caminé por Corrientes me sentía un extraño. No era la calle de los cines fríos, de aquellas caminatas de invierno, de ese beso que no fue o aquel otro que volvió sin que lo esperara. Quizás era yo el extraño, distinto. Y ella no me podía reconocer.

Será que conozco tanto a mi Ciudad, que la veo siempre igual, que no noto sus cambios. Como si el recuerdo de las cosas que he vivido, impiden que ella crezca. O quizás de tanto conocerla, la ignore. Como quien de ver tanto a alguien, olvida de ver sus detalles, sus sutilezas, sus gestos, sus guiños. En definitiva, su esencia.

El ritmo de la cuchara dando vueltas en la taza… Miro mi cabeza y parece un gran mantel de papel. Lleno de manchas de café, lleno de recuerdos. Cada una empieza a hablar: se confunden las voces, las charlas, las bocas, las compañías.

Tomo un trago, el último. La charla llega a su fin. Salgo y empiezo a caminar. Las voces de las manchas de café caminan conmigo.

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