Wednesday, March 14, 2007

Terapia (de una adicción) Digital


El otro día, después de un par de largas sesiones de chat, con un amigo (cuya identidad pidió no revelar) hicimos un trato. Por cada sesión (de terapia) por ese medio, íbamos a juntar una botella de vino. Así cuando nos veamos en un par de meses, tendremos unos cuantos tintos para disfrutar juntos. Y olvidarnos de esas preocupaciones que nos llevaron a esta terapia digital…

Ayer me sentía realmente muy mal. El cuerpo me pasó varias señales y todas coincidían en el mensaje: estaba pasado de rosca y necesitaba parar. Traicionando mi naturaleza, puse el freno de mano y me acomodé en la cama. Como quien se prepara para ver un ciclo completo de Hitchcock: control en mano, café ya terminado en la mesa de luz, todo pintaba como un día prometedor.

La cabeza no dejaba de pensar en las responsabilidades (pero ya sabemos que no sabe hacer otra cosa…). Pasó un rato, todo venía bien. No había nada en la tele, a pesar de los 500 canales con las últimas películas de estreno. En el DVR un par de películas de esas que no había llegado a tiempo a ver, estaban listas para semejante momento. Al fin y al cabo, tantas horas trabajadas de más, tantos fines de semana, tanta locura, que un día en casa no mataría a nadie y, al fin de cuentas, estaba el teléfono.
Hablando de teléfono, sonó casi en simultáneo mientras decidía qué mirar. El primer llamado y ya esa sensación de que la única diferencia entre haberme quedado en casa y la oficina, eran simplemente los ciervos que veía por la ventana.
Al rato, llamado va, llamado viene, la luz roja maldita, aquella que indica la llegada de un nuevo email en la Blackberry se prendía a una velocidad más rápida que mi ansiedad (aquella que teóricamente iba a bajar luego de un descanso merecido). Los emails parecían balas perdidas, muchos sin dirección, pero siempre uno termina matando.
Al final, eran tantos que opto por prender mi Sony Vaio y así contestar más rápido. Pop-ups varios, el Messenger abre la sesión automática y ya hay cuatro ventanas con conversaciones -temas distintos, remotos lugares- pero un tema en común: trabajo. Contesto un par con una mano, con la otra sostengo una conversación, y con la tercera voy leyendo emails por arriba. Opto por decir, basta. A cada uno que llama o conversa, les explico mirá estoy en casa… un ataque de stress… nada grave pero necesitaba cortar. La preocupación parece sincera, porque diseminan el mensaje y son más las ventanas y los emails preguntando por mi salud. Pero con la misma velocidad, que se disemina el virus, ya empiezan a tirar bombas y preguntas y temas que necesitan mi decisión. Todos tienen su punto de vista pero nadie quiere tomar la decisión, total es martes 13. Y, si estás en la computadora, es que podés contestar, parece ser el razonamiento.
Así fue un insomnio permanente, tanto que llegaron las 4 y pico y me percato que aún no he comido, peor que en la oficina. Ya pasaron 3 películas que puse y de ninguna pude ver más que un tercio. Todo un récord.
Joe Gideon: [repeated line] It's showtime folks! Escena de All That Jazz . En el hospital los médicos lo descubren fumando a morir, tomando, corriendo a las mujeres. “Bye bye, life”. Como una jornada más de trabajo me logro desconectar a las 8. Menos mal que zafé el viaje de tren digo, como buscando consuelo.

La comunicación y la compulsión. La cantidad de medios que nos permiten lo que se llama Ubicuidad (estar en todos lados, en todo momento, en todos lugares a la vez). Y lo que es un regalo magnífico (ampliar los horizontes, poder tomarte un día para estar con la flía pero que las cosas del trabajo no se caigan, o mantenerte en contacto con los amigos que están lejos a pesar de que se los siente cerca, o facilitar la interacción con otros países), se transforma en una pesadilla.

Levantarse a la mañana para ir a mear y mirar la lucecita de la Blackberry a ver si está roja o verde. Y pensar, miro los emails o sigo de largo. O llegar a casa con la notebook y decir, la prendo o no la prendo. O tener 20 mensajes en el voice mail del laburo mientras estás con un llamado y vas escuchando algunos, mientras seguís la conversación por otro teléfono, y cada tanto también lees o contestás un email.

Suena frenético y ridículo. Por eso tengo que hacer algo para cortar con esta locura. Esta adicción digital no puede seguir así.

Abro la ventana que algunos usan para fumar. Tiro el teléfono del trabajo, que se destruye al chocar contra King St. Arrojo mi Blackberry al Río Hudson mientras camino por Tribecca. Sólo me falta deshacerme de la Vaio. Un amigable homeless la acepta con total agrado. Ya estoy libre…Me he liberado…

Sin embargo… miro por la ventana del tren. Aún falta para llegar a casa. “Me la prestás?” –digo con cara de quien no quiere soltar un regalo- “ Aguantame unos minutos más. Todavía faltan un par de estaciones más, necesito terminar de escribir este Post… sólo me faltan unas palabras…”

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